Literatura.


TRATADO SEGUNDO

Llegué a un lugar que llaman Maqueda, donde me encontré con un clérigo que me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad que, aunque maltratado, mil cosas buenas me enseñó el pecador del ciego y una de ellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me tomó a su servicio.

Escapé del trueno y di en el relámpago, porque este era mucho peor que el ciego. No digo más, sino que toda la miseria del mundo estaba encerrada en éste. Tenía un arcón de madera viejo y cerrado con llave, la cual llevaba con una cinta atada a la capa. Y cuando traía comida a casa la metía en el arca y la dejaba cerrada. Y en toda la casa no había ninguna cosa de comer como suele haber en otras: algún tocino colgado cerca de la lumbre, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran, que me parece a mí que, aunque de ello no me aprovechara, sólo con la vista me consolara. Solamente había una ristra de cebollas en una habitación de lo alto de la casa que también tenía cerrada con llave. Me daba una cebolla cada cuatro días y cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguien estaba presente, echaba mano al bolsillo y con gran solemnidad la desataba y me la daba diciendo: - Toma y devuélvemela después y no comas más de la cuenta. Como si dentro de ella estuvieran todas las conservas de Valencia(20), con no haber en dicha habitación, como dije, otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo. Las cuales él tenía tan bien contadas, que si, por mi desgracia, comiera más de una ración, me costaría caro. Finalmente, yo me moría de hambre.

(20) En aquella época las conservas de Valencia gozaban de mucha fama.

Pues ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba más. Un poco de carne era su ración diaria para comer y cenar. Verdad es que repartía conmigo el caldo, que de la carne ¡nada!, sino un poco de pan y ¡rogando a Dios que me alcanzara! Los sábados se comen en esta tierra cabezas de carnero y me enviaba por una, que costaba tres maravedís(21). Cocía la cabeza y comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía y me echaba todos los huesos roídos al plato, diciendo: - Toma, come y disfruta, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el Papa. «¡Tal te la dé Dios!», decía yo en voz baja. Al cabo de tres semanas que estuve con él me quedé tan flaco que no me podía sostener sobre las piernas de pura hambre. Sentí que me iba a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. No podía usar de mis mañas por no tener en qué aplicarlas. Y, aunque algo hubiera para comer, no podía engañarlo como hacía con el ciego, al que Dios perdone (si de aquel golpe falleció) que todavía, aunque astuto, como le faltaba aquel preciado sentido, no me sentía. Pero no hay nadie con tan aguda vista como éste tenía. Cuando en misa estábamos, no se le escapaba ninguna blanca(21) de las que la gente daba, un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Cuantas blancas(21) ofrecían tenía contadas y acabado el ofertorio me quitaba el cesto y lo ponía sobre el altar. Nunca pude robarle una blanca(21) todo el tiempo que con él viví, o por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca(21) de vino porque el vino que le sobraba de la Iglesia lo metía en el arcón y lo administraba de tal forma que le duraba toda la semana. Y por ocultar su gran mezquindad, me decía: - Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber y por esto yo no me desmando como otros. Mas mentía falsamente, porque en las cofradías y mortuorios que rezábamos, a costa ajena comía y bebía como un lobo. Y ya que hablo de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui tan enemigo de la naturaleza humana como entonces. Y esto era porque en los mortuorios comíamos bien y me hartaban. Yo deseaba, y aun rogaba a Dios, que cada día matase a uno. Y cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente la extremaunción(22), cuando manda el clérigo rezar a los que están allí, yo con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor que le llevase de este mundo. Y cuando alguno de éstos escapaba, ¡Dios me lo perdone!, mil veces lo maldecía y el que se moría, otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas. Porque en todo el tiempo que allí estuve, que serían casi seis meses, sólo veinte personas fallecieron y éstas bien creo que las maté yo, o por mejor decir, murieron a petición mía, porque, viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que gozaba matándolos por darme a mí vida. Y si el día que enterrábamos yo vivía, los días que no había muerto, volviendo a mi cotidiana hambre, más lo sentía. De manera que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte, que yo también para mí, como para los otros, algunas veces deseaba. Mas no la veía, aunque estaba siempre en mí.

(21) Los «maravedís», las «blancas» y las «medias blancas» son monedas de aquella época.

(22) Sacramento que el sacerdote aplica a los moribundos.

Pensé muchas veces dejar a aquel mezquino amo. Mas por dos cosas no lo dejaba: la primera, por no fiarme de mis piernas, por temor de la flaqueza que de pura hambre me venía y la otra es que yo pensaba y decía: «Yo he tenido dos amos: el primero me traía muerto de hambre y dejándole, me encontré con este otro que me tiene ya en la sepultura. Si a este abandono y doy con otro peor, ¿qué será, sino fallecer?». Con esto no me atrevía a marcharme.

Pues estando con tales penas un día que el ruin(23) de mi amo había salido, llamó a la puerta un calderero(24), el cual yo creo que fue un ángel que me envió Dios. Me preguntó si tenía algo que arreglar y yo le dije: - Una llave de este arca he perdido y temo que mi señor me azote. Por vuestra vida, ved si en ésas llaves que traéis hay alguna que le sirva, que yo os lo pagaré. Comenzó a probar el calderero el gran manojo de llaves que traía y yo a ayudarle con mis oraciones. Cuando de repente, vi el arca abierta con los panes dentro le dije: - Yo no tengo dineros que daros por la llave, tomad de ahí el pago. Él tomó un pan de aquéllos, el que mejor le pareció y dándome mi llave, se fue muy contento, dejándome más a mí. Mas no toqué nada en ese momento, para que no se notara la falta. Vino el mísero de mi amo y gracias a Dios no se dio cuenta del pan que el calderero se había llevado. Y al día siguiente, cuando se marchó, abrí mi paraíso de panes y tomé entre las manos y dientes un pan y en dos credos lo hice invisible(25), no olvidando cerrar el arca. Y comencé a barrer la casa con mucha alegría, pareciéndome que con aquello remediaría de aquí en adelante mi triste vida. Y así estuve con ello feliz aquel día y el siguiente. Pero no me iba a durar mucho aquel descanso, porque al tercer día veo a deshora al que me mataba de hambre sobre el arca, volviendo y revolviendo, contando y recontando los panes. Yo disimulaba y en mi secreta oración y devociones y plegarias decía: «¡San Juan(26)ciégale!». Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, contando por días y dedos, dijo: - Si no tuviera tan bien guardada este arca, yo diría que me habían robado de ella panes. De hoy en adelante voy a llevar la cuenta: nueve quedan y un pedazo. «¡Malas nuevas te dé Dios!», dije yo para mí.

(23) Mezquino y avariento.

(24) Vendedor ambulante de sartenes, calderos y otros instrumentos caseros de cobre o hierro.

(25) Se lo comió.

(26) San Juan era el patrón de los criados.

Cuando salió fuera de casa yo, por consolarme, abrí el arca y comencé a adorar los panes, no osando tocarlos. Los conté, por si acaso el clérigo se había equivocado y hallé su cuenta más verdadera de lo que yo quisiera. Lo más que pude hacer fue dar en ellos mil besos y lo más delicado que yo pude. Del que estaba empezado tomé un poco y con eso pasé aquel día, no tan alegre como el anterior. Mas como el hambre creciese, mayormente porque ya tenía el estómago hecho a más pan, yo no hacía otra cosa cuando estaba solo que abrir y cerrar el arca y contemplar aquellos panes. Mas el mismo Dios, que socorre a los afligidos, viéndome en tal necesidad, me dio una idea, pensé: «Este arcón es viejo y grande y con pequeños agujeros por algunas partes. Se puede pensar que los ratones, entrando en él roen el pan. Sacar un pan entero no es cosa conveniente, porque notará la falta». Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos manteles que allí estaban y tomo uno y dejo otro, de manera que de tres o cuatro desmigajé un poco. Después, como quien toma un pastel, lo comí y algo me consolé. Mas él, cuando vino a comer y abrió el arca, vio el mal y sin duda creyó que eran ratones los que el daño habían hecho, porque estaba muy bien imitado de como ellos suelen roer. Miró todo el arca de un extremo a otro y encontró ciertos agujeros por donde sospechaba que habían entrado. Me llamó, diciendo: - ¡Lázaro, mira, mira, qué persecución ha venido esta noche por nuestro pan! Yo fingí estar sorprendido, preguntándole qué sería. - ¿Qué ha de ser? -dijo él- ratones que no dejan nada en paz. Nos pusimos a comer y quiso Dios que tocara más pan que la miseria que me solía dar, porque ralló con un cuchillo todo lo que pensó que estaba mordido por los ratones, diciendo: - Cómete eso, que el ratón cosa limpia es. Y así, aquel día, añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas por mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba.

Y luego me vino otro sobresalto, que fue verle quitando clavos de las paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca. En cuanto salió de casa, fui a ver la obra y hallé que no dejó en la triste y vieja arca ningún agujero por donde pudiese entrar un mosquito. Abrí con mi llave, sin esperanza de sacar provecho y vi los dos o tres panes comenzados, los que mi amo creyó ser comidos por ratones y de ellos todavía saqué algunas migajas, tocándolos muy ligeramente.


Estando una noche desvelado, pensando cómo podría aprovecharme del arca, sentí que mi amo dormía, porque lo oí roncar. Me levanté sin hacer ruido y con un cuchillo viejo que por allí andaba llegué al triste arca y por donde parecía estar más débil le acometí con el cuchillo a manera de barreno. Y como la antiquísima arca, por ser tan vieja, estaba muy blanda y carcomida, le hice en un costado un buen agujero. Hecho esto abrí muy despacio el arca y del pan que hallé partido, saqué algunas migajas. Y con aquello, un poco consolado, cerré y volví a mi cama. Al día siguiente mi amo vio el daño, tanto del pan como del agujero que yo había hecho, y comenzó a maldecir a los ratones y a decir: - ¿Qué diremos a esto? ¡Nunca ha habido ratones en esta casa, sino ahora! Volvió a buscar clavos y tablillas por la casa y a tapar agujeros y cuantos él tapaba de día, destapaba yo de noche. De que vio no aprovecharle nada su remedio, dijo: - Este arca está tan maltratado y es de madera tan vieja y flaca, que no hay ratón del que se pueda defender. Luego buscó prestada una ratonera y con cortezas de queso que a los vecinos pedía, siempre tenía la trampa armada dentro del arca. Lo cual era para mí una gran ayuda, porque disfrutaba de las cortezas del queso que de la ratonera sacaba y además no perdonaba el ratonar del pan. Como hallase el pan ratonado y el queso comido y no cayese el ratón que lo comía, se lamentaba y preguntaba a los vecinos cómo podía ser que encontraba comido el queso y caída la trampilla de la ratonera y nunca hallaba dentro al ratón. Le dijo entonces un vecino: - En vuestra casa yo me acuerdo que solía andar una culebra y ésta debe de ser sin duda. Y como es larga, puede comerse el cebo y aunque le pille la trampilla, si no está toda dentro, puede escapar. Lo que aquél dijo alteró mucho a mi amo y desde entonces no dormía tan profundamente y con cualquier ruido que de noche sonase, pensaba que era la culebra que le roía el arca. Se levantaba y con un garrote que tenía a la cabecera de su cama daba en el arca grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los vecinos despertaba con el estruendo que hacía y a mí no me dejaba dormir. Se iba a mi cama y revolvía las pajas pensando que la culebra se había metido en mi cama buscando calor. Yo las más veces me hacía el dormido y por la mañana, me decía: - ¿Esta noche, mozo, no sentiste nada? Pues tras la culebra anduve y pienso que puede meterse en tu cama porque las culebras son muy frías y buscan calor. - ¡Rogad a Dios que no me muerda -decía yo- que mucho miedo le tengo! De esta manera andaba tan desvelado que la culebra (o «culebro» mejor dicho) no se atrevía a roer de noche. Mas de día, mientras él estaba en la iglesia hacía mis asaltos. Y mi amo con los daños que yo hacía y el poco remedio que él les podía poner, andaba por las noches como fantasma. Yo tuve miedo de que me encontrase la llave que tenía escondida entre las pajas de mi cama y me pareció lo más seguro metérmela de noche en la boca.

Pues, así como digo, metía cada noche la llave en la boca y dormía sin miedo a que el brujo de mi amo la encontrase. Mas quisieron mis pecados que una noche que yo estaba durmiendo, la llave se colocó en mi boca de tal manera y postura que el aire que yo echaba salía por el hueco de la llave y silbaba de tal manera que mi amo creyó, sin duda, que era el silbido de la culebra. Se levantó muy despacio con el garrote en la mano y llegó a mi cama muy callado para no ser sentido por la culebra. Y cuando estuvo cerca, pensó que allí entre las pajas, donde yo estaba echado, al calor mío se había venido. Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y darle tal garrotazo que la matase, con toda su fuerza me descargó en la cabeza un golpe tan grande que sin ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó. Cuando sintió que me había dado y tentó la mucha sangre que se me iba, conoció el daño que me había hecho. Con mucha prisa fue a buscar una luz y llegando con ella, me halló quejándome, todavía con la mitad de la llave fuera de la boca. Se preguntó mi amo qué podría ser aquella llave, la sacó de mi boca y vio que era igual a la suya. Fue luego a probarla y con ella resolvió el misterio. Debió de decir el cruel cazador: «El ratón y la culebra que me daban guerra y comían mi comida he hallado».

Al cabo de tres días yo recobré el sentido y me vi echado en mi cama, la cabeza toda vendada y llena de aceites y ungüentos y extrañado, dije: - ¿Qué es esto? Me respondió el cruel sacerdote: - A fe que los ratones y culebras que se comían mi pan ya los he cazado.

Y me miré y me vi tan maltratado que sospeché lo que había ocurrido. Y así, de poco en poco, a los quince días me levanté y estuve sin peligro (mas no sin hambre) y medio sano. Al día siguiente de levantarme, el señor mi amo me tomó por la mano, me sacó a la calle y me dijo: - Lázaro, busca amo y vete con Dios, que no te quiero en mi compañía. Y santiguándose, como si yo estuviera endemoniado, se metió en la casa y cerró la puerta.

TRATADO TERCERO

 Me vi obligado a sacar fuerzas de flaqueza y poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, llegué a Toledo donde, con la gracia de Dios, en quince días se me cerró la herida. Y mientras estaba enfermo, siempre me daban alguna limosna; pero cuando sané, todos me decían: - Tú eres mendigo y vago. Busca un buen amo a quien servir. «¿Y dónde encontraré uno -decía yo para mí-, si Dios cuando hizo el mundo, no lo creó?» Andando así, pidiendo de puerta en puerta, quiso Dios que me encontrara con un escudero que iba por la calle, bien vestido, bien peinado y de muy buena presencia. Me miró y yo a él y me dijo: - Muchacho, ¿buscas amo? Yo le dije: - Sí, señor. - Pues vente tras mí -me respondió- que Dios te ha hecho merced en encontrarte conmigo. Alguna buena oración rezaste hoy. Y le seguí, dando gracias a Dios por lo que le oí y también porque me parecía, por su aspecto, ser el amo que yo nesitaba.

Era por la mañana cuando encontré mi tercer amo y me llevó tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas donde se vendían pan y otras provisiones. Yo pensaba y deseaba que allí compraríamos lo necesario para comer pero mi nuevo amo no se detenía a comprar. «Por ventura no lo ve aquí a su contento -decía yo- y querrá que lo compremos en otro sitio». De esta manera anduvimos hasta las once. Entonces entró en la Iglesia Mayor y yo tras él y muy devotamente oyó misa. Salimos de la Iglesia y a buen paso comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre del mundo al ver que no habíamos comprado nada para comer. Pensé que mi nuevo amo debía ser hombre previsor y que la comida ya estaría a punto, tal y como yo deseaba y necesitaba. En este tiempo dio el reloj la una después de mediodía y llegamos a una casa, ante la cual mi amo se paró y yo con él y sacó una llave de la manga y abrió la puerta y entramos en la casa, la cual tenía una entrada tan oscura y lóbrega(27) que daba miedo a los que en ella entraban, aunque dentro había un patio pequeño y varias habitaciones.

(27) Oscura, tenebrosa.

Cuando entramos se quitó la capa y preguntándome si tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos y, muy limpiamente, soplando un poyo(28) que allí estaba, la puso en él. Y hecho esto, se sentó al lado de ella, preguntándome con mucho detalle de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad. Y a mí me parecía más conveniente hora de poner la mesa y comer que contestarle lo que me preguntaba. A pesar de todo yo le conté de mí lo mejor que mentir supe, diciendo mis cosas buenas y callando lo demás, porque me parecía que no venía a cuento. Esto hecho, yo vi mala señal porque eran casi las dos y todavía no habíamos comido. En la casa todo lo que yo había visto eran paredes. No había silleta(29), ni tajo(30), ni banco, ni mesa, ni un arcón como el del clérigo. Estando así, me dijo: - Mozo, ¿tú has comido? - No, señor -dije yo- que todavía no habían dado las ocho cuando con Vuestra Merced me encontré. - Pues, aunque era muy temprano, yo había almorzado y cuando temprano como algo, hasta la noche no vuelvo a comer. Por eso, aguanta como puedas que después cenaremos. Vuestra Merced crea, cuando esto le oí, estuve a punto de perder el sentido, no por el hambre sino por reconocer mi mala suerte. Allí se me representaron de nuevo mis fatigas y volví a llorar mis penas, allí se me vino a la memoria lo que yo pensaba cuando quería dejar al clérigo que, aunque aquel era desventurado y mísero, mi mala suerte me haría encontrarme con otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y disimulando lo mejor que pude, le dije: - Señor, mozo soy que no necesita comer mucho. - Virtud es ésa -dijo él- y por eso te querré yo más, porque hartarse es de puercos y comer lo necesario de hombres de bien. «¡Bien te he entendido! -dije yo para mí-. ¡Maldita tanta medicina y bondad como la que mis amos hallan en el hambre!». Me puse a un lado del portal y saqué unos pedazos de pan, que me habían quedado de los de por Dios(31). Él, que vio esto, me dijo: - Ven acá, mozo. ¿Qué comes? Yo llegué hasta él y le mostré el pan. Tomó él un pedazo, de tres que eran, el mejor y más grande y me dijo: - Por mi vida, que parece éste buen pan. - ¡Señor, -dije yo- ahora sí tenéis hambre! - Sí, en verdad -dijo él-. ¿Dónde lo encontraste? ¿Está amasado con buenas manos? - No sé, -le dije- pero a mí eso me da lo mismo. - Así lo quiere Dios -dijo el pobre de mi amo-. Y, llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en el otro. - ¡Sabrosísimo pan -dijo-, por Dios! Y como sentí de qué pie cojeaba, me di prisa, porque le vi en disposición, si acababa antes que yo, de ayudarme con lo que me quedase. Así acabamos casi a la vez. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas migajas que en los pechos se le habían quedado. Y entró en una cámara(32) que allí estaba y sacó un jarro desbocado(33) y no muy nuevo y después que hubo bebido, me invitó a beber. Yo, por disimular le dije: - Señor, no bebo vino. - Agua es -me respondió-. Bien puedes beber. Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi congoja(34).

(28) Banco de piedra u otro material que generalmente se fabrica arrimado a la pared en la entrada de las casas. (29) Silla para sentarse.

(30) Trozo de madera grueso apoyado sobre tres pies que se utilizaba en las tareas de la cocina. (31) De los conseguidos pidiendo por Dios. De ahí viene la palabra pordiosero. (32) Habitación. (33) Con la boca gastada o mellada. (34) Pena, aflicción.

Así estuvimos hasta la noche, hablando sobre las cosas que me preguntaba, a las cuales yo le respondí lo mejor que supe. En este tiempo me metió en la cámara donde estaba el jarro del que bebimos y me dijo: - Mozo, ven y verás cómo hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí en adelante. Me puse a un lado y él al otro, e hicimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer, porque sólo tenía sobre unos bancos de madera una estera(35) de cañas sobre la cual estaba tendida la ropa que servía de colchón, aunque con menos lana de la necesaria. Lo colocamos todo intentando ablandarlo, lo cual era imposible, porque de lo duro mal se puede hacer blando. Y sobre aquel hambriento colchón, una manta cuyo color yo no pude distinguir. Cuando acabamos de hacer la cama ya era de noche y me dijo: - Lázaro, ya es tarde. De aquí a la plaza hay gran trecho(36). Además en esta ciudad andan muchos ladrones. Pasemos como podamos y mañana, cuando sea de día, Dios proveerá, porque yo, como vivía solo, he comido estos días en la calle. Pero a partir de ahora nos organizaremos de otra manera. - Señor, de mí -dije yo- ninguna pena tenga Vuestra Merced que bien sé pasar una noche y aún más, si es necesario, sin comer. - Vivirás más y más sano -me respondió- porque, como decíamos hoy, no hay mejor cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco. «Si eso es así -dije para mí-, yo nunca moriré que siempre he guardado esa regla por fuerza y creo que, para mi desdicha, la guardaré toda mi vida». Y se acostó en la cama, poniendo por almohada las calzas(37) y el jubón(38) y me mandó echar a sus pies, lo cual yo hice. Pero, maldito el sueño que yo dormí, porque las cañas y mis salidos huesos estuvieron peleando toda la noche que con mis trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no había un gramo de carne y también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual con el sueño no tenía amistad. Maldije mil veces mi ruin fortuna, Dios me lo perdone y, lo peor, pedí a Dios muchas veces la muerte.

(35) Tejido grueso de esparto, juncos, cañas, palma, etc., que sirve para cubrir el suelo de las habitaciones y para otros usos. (36) Mucha distancia. (37) Prenda de vestir que cubría desde los pies a la cintura. (38) Chaquetilla que se ponía sobre la camisa.

Por la mañana nos levantamos y comenzó a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo(39) y capa. Después se vistió muy despacio, se peinó, puso su espada en el talabarte(40) y, al tiempo que la ponía, me dijo: - ¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No la cambiaría por nada en el mundo. Ninguna de cuantas Antonio(41) hizo tiene un acero como ésta lo tiene. Y la sacó de la vaina y la tocó con los dedos, diciendo: - ¿La ves aquí? Yo soy capaz con ella de cortar un copo de lana.

Y yo dije para mí: «Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras(42)». Volvió a guardar la espada y con paso sosegado y el cuerpo derecho, dando muy gentiles meneos, poniendo un extremo de la capa sobre el hombro y a veces bajo el brazo y con la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo: - Lázaro, vigila la casa que voy a oír misa y haz la cama y llena la vasija de agua en el río y cierra la puerta con llave para que no nos roben y ponla aquí en el quicio de la puerta para que si yo llegara, pudiera entrar. Y subió calle arriba con tan gentil semblante y continente(43) que quien no le conociera pensaría que era pariente cercano del conde de Arcos(44) o, al menos, el camarero(45) que le servía.

(39) Prenda de vestir holgada y sin botones que cubría el cuerpo hasta la rodilla. (40) Cinturón, generalmente de cuero, donde se cuelga la espada. (41) Famoso fabricante de espadas de aquella época. (42) Peso antiguo de Castilla, dividido en 16 onzas y equivalente a 460 gramos. (43) Actitud y compostura del cuerpo. (44) Sinónimo de condado rico (45) Criado distinguido en las casas de los grandes, encargado de cuanto pertenecía a su cámara.

«¡Bendito sea el Señor! -quedé yo diciendo- con lo contento y gallardo que va mi amo nadie pensaría que ayer en todo el día sólo comió un mendrugo de pan que le dio su criado Lázaro. Nadie lo sospecharía ¡Oh Señor! y cuántos debe haber en el mundo como mi amo padeciendo por eso que llaman honra». Así estaba yo en la puerta, pensando y considerando estas cosas y otras muchas, hasta que mi amo dobló la esquina. Entré en la casa y, en un momento, la recorrí entera, de arriba abajo, sin encontrar nada. Hice la dura cama, tomé el jarro y fui al río donde en una huerta vi a mi amo hablando con dos mujeres, de esas que tienen por costumbre ir a la ribera del río con la esperanza de que algún hidalgo del lugar las invite a almorzar a cambio de sus favores. Y como digo, mi amo estaba entre ellas hecho un Macías(46), diciéndoles más dulzuras que todas las que Ovidio(47) escribió. Ellas, al poco rato, le pidieron de almorzar prometiéndole el acostumbrado pago. Él, sin dinero para invitarlas, se puso pálido, comenzó a balbucear y poner excusas, se despidió y se marchó. Yo que estaba desayunando unas berzas sin que me viera mi amo, volví a casa pensando en barrerla pero no encontré ninguna escoba. Decidí esperar a mi amo hasta mediodía por si traía algo de comer. Cuando dieron las dos como mi amo no volvía y el hambre me atacaba, cerré la puerta poniendo la llave donde me mandó mi amo y me puse a mendigar por las calles. Con voz baja y lastimera y las manos sobre el pecho en actitud devota comencé a pedir pan por las mejores casas y como este oficio lo había aprendido yo con el ciego y tan buen discípulo salí, aunque en este pueblo no había caridad, tan buena maña me di, que antes que el reloj diera las cuatro, yo ya tenía otras tantas libras de pan bien guardadas. Al pasar por la calle de la Tripería, pedí a una de aquellas mujeres que allí vendían y me dio un pedazo de uña de vaca y unas pocas tripas cocidas. Cuando llegué a casa, encontré a mi buen amo con su capa doblada, puesta en el poyo, aseándose por el patio. En cuanto entré se dirigió hacia mí. Pensé que quería reñirme por la tardanza, pero me preguntó de dónde venía. Yo le dije:

- Señor, hasta las dos estuve aquí y como vi que Vuestra Merced no venía, me fui a encomendarme a las buenas gentes que me han dado esto que veis. Le enseñé el pan y las tripas, él puso buena cara y dijo: - Yo te he estado esperando para comer pero como vi que tardabas ya he comido. Lázaro tú eres hombre de bien porque más vale pedir por Dios que hurtar. Esto que haces me parece bien pero te pido que, para no manchar mi honra, nadie se entere que vives conmigo. Aunque aquí soy poco conocido. ¡Nunca debí venir a este pueblo! - No se preocupe, señor, -le dije yo- que nadie se enterará. - Ahora, come que si Dios quiere pronto nos veremos sin necesidades, aunque te digo que desde que entré en esta casa nunca me ha ido bien. Debe ser de mal suelo. Hay casas desdichadas con mala suerte que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Ésta debe de ser, sin duda, una de ellas. Pero yo te prometo que en cuanto acabe el mes nos cambiaremos de casa. Me senté en el poyo y comencé a cenar las tripas y el pan y, disimuladamente, miraba a mi amo que no apartaba los ojos de la comida. Tanta lástima tenía Dios de mí como yo tenía de mi amo, porque sentí lo que sentía y lo que yo muchas veces había pasado y pasaba cada día. Yo estaba deseando compartir con mi amo aquella comida pero como me había dicho que ya había comido, temí que no aceptaría el convite(48). Quiso Dios que se cumpliera mi deseo y pienso que el suyo, porque se acercó y me dijo: - Te digo, Lázaro, que comes con tanta gracia que cualquiera que te viera comer le entraría hambre aunque no la tuviera. «El hambre que tú tienes -dije yo para mí- te hace parecer la mía hermosa». - Señor, -le dije- este pan está sabrosísimo y esta uña de vaca muy bien cocida y sazonada(49). - ¿Uña de vaca es? - Sí, señor. - Te digo que es el mejor bocado del mundo y me gusta más que el mejor faisán. - Pruebe, señor, y verá lo buena que está. Le puse en las uñas la otra y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco. Se sentó a mi lado y comenzó a comer con muchísimas ganas, royendo cada huesecillo. - Con almodrote(50) -decía- es éste un exquisito manjar. «¡Con mejor salsa lo comes tú!»(51) -pensé yo-. - Por Dios, que me ha sabido como si hoy no hubiera comido. «¡Así me vengan buenos años como que es verdad eso!» -pensé yo. Me pidió el jarro del agua y se lo entregué completamente lleno, señal de que mi amo no había comido nada. Bebimos y muy contentos nos fuimos a dormir, como la noche pasada.

(46) Trovador gallego del Siglo XIV famoso por sus amoríos. Se dice que lo mató el marido de una de sus amantes. (47) Escritor romano autor de «El arte de amar». (48) Invitación. (49) Condimentada. (50) Salsa compuesta de aceite, ajos, queso y otras cosas. (51) Lázaro pensó que el hambre es la mejor salsa.

De esta manera estuvimos ocho o diez días, saliendo mi amo cada mañana con ese andar digno y ceremonioso a pasear por las calles y comiendo los dos de lo que yo conseguía. Pensaba yo muchas veces que, escapando de los amos ruines que había tenido, mi mala

suerte me había hecho encontrarme con quien no sólo no podía mantenerme sino que era yo el que tenía que mantenerlo a él. A pesar de todo yo le quería bien, al ver que no me negaba nada, porque no tenía nada que darme. Una mañana que subió a lo alto de la casa a hacer sus necesidades(52), yo por salir de dudas, busqué entre sus ropas y encontré una bolsa de terciopelo sin blanca(53) ni señal de que la hubiese tenido en mucho tiempo. «Éste -decía yo- es pobre y nadie puede dar de lo que no tiene, pero el avariento(54) ciego y el mezquino(55) clérigo que sí que tenían me mataban de hambre. A aquéllos es justo aborrecer y a éste tener lástima».

(52) Como no había cuartos de baño en las casas la gente hacía sus necesidades en la cuadra o en el desván. (53) Los «maravedís», las «blancas» y las «medias blancas» son monedas de aquella época. (54) Avaro. (55) Que escatima excesivamente en el gasto.

Quiso mi mala fortuna que se acabase aquella forma de vida. La mala cosecha de ese año hizo que el Ayuntamiento acordara expulsar a todos los pobres de la ciudad. A los cuatro días vi llegar una gran cantidad de pobres que iban azotando por las Cuatro Calles(56). Me dio tanto miedo que no me atreví a mendigar más. Estuvimos dos o tres días sin comer nada. A mí unas vecinas me dieron algo de comer con lo que pasé como mejor pude. Pero no tenía tanta lástima de mí como de mi amo que en ocho días no comió nada. ¡Y le veía venir a mediodía por la calle abajo con el cuerpo bien derecho. Y por lo que respecta a su honra tomaba un palillo y salía a la puerta escarbándose los dientes, entre los que no había nada, quejándose de aquel lugar, diciendo: - Ya ves, Lázaro, que esta casa es lóbrega, triste y oscura. Mientras estemos aquí, hemos de padecer. Estoy deseando que se acabe este mes para salir de esta casa.

(56) Cruce de calles de Toledo situado entre la Catedral y Zocodover.

Un día, no sé cómo, mi amo llegó a casa con un real(57), tan satisfecho como si tuviera el tesoro de Venecia(58) y con gesto muy alegre y risueño me lo dio, diciendo: - Toma, Lázaro, ve a la plaza y compra pan, vino y carne. Y otra cosa te diré para que disfrutes: he alquilado otra casa y de ésta saldremos a fin de mes. ¡Maldita sea esta casa y el que en ella puso la primera teja, que con mal pie en ella entré! Por nuestro Señor, desde que vivo aquí no he bebido una gota de vino ni comido un bocado de carne ni he tenido descanso ninguno. Ve y vuelve rápido y comamos hoy como condes. Tomé el real y el jarro y me dirigí hacia la plaza, muy contento y alegre. Pero mi triste fortuna hace que ningún gozo me venga sin inquietud. Y así fue también esta vez porque subiendo la calle, pensando en qué iba a emplear el dinero para gastarlo lo mejor posible, dando infinitas gracias a Dios porque mi amo había conseguido algo de dinero, me encontré con un entierro que venía calle abajo. Me arrimé a la pared para dejarlo pasar y vi entre las gentes a una mujer de luto que debía ser la mujer del difunto que iba llorando y diciendo con grandes voces: - Marido y señor mío, ¿dónde os llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben! Yo, cuando aquello oí, se me juntó el cielo con la tierra y pensé: «¡Oh desdichado de mí,

para mi casa llevan este muerto!». Dejé el camino que llevaba y atravesando por medio de la gente volví calle abajo corriendo para mi casa lo más que pude. Y entrando en ella, cerré deprisa, invocando el auxilio y el favor de mi amo, abrazándome a él, para que me ayudara a defender la entrada. Mi amo, algo alterado, pensando que pasaba algo, me dijo: - ¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces das? ¿Qué tienes? ¿Por qué cierras la puerta con tanta furia? - ¡Oh señor -dije yo-, venga aquí, que nos traen un muerto! - ¿Cómo es eso? -respondió él. - Allí arriba lo encontré y venía diciendo su mujer: «Marido y señor mío, ¿dónde os llevan? ¡A la casa lóbrega y oscura, a la casa triste y desdichada, a la casa donde nunca comen ni beben!». Acá, señor, nos lo traen. Y cuando mi amo oyó esto, aunque no tenía por qué estar muy alegre, rió tanto que gran rato estuvo sin poder hablar. Yo tenía ya asegurada la puerta y arrimado el hombro contra ella para que nadie pudiera abrirla. Pasó la gente con el muerto y yo todavía temía que nos le metieran en casa. Y cuando el bueno de mi amo se hartó de reír me dijo: - Verdad es, Lázaro, que según lo que la viuda va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste. Pero puesto que Dios nos ayuda y siguen adelante, abre y vete a comprar para que podamos comer. - Déjalos, señor, que acaben de pasar la calle -dije yo. Por fin abrió mi amo la puerta y obligándome a salir me encaminó otra vez al mercado. Y aunque comimos bien aquel día, yo comí con tan pocas ganas que ni en tres días recuperé el color de la cara. Y mi amo se reía cada vez que se acordaba de aquello.

(57) Moneda de plata que equivalía a 34 maravedís. (58) Se emplea como sinónimo de riqueza.

De esta manera estuve con mi tercer y pobre amo, que fue este escudero, algunos días. Yo deseaba saber por qué vino a esta tierra. Se notaba que era extranjero por el poco conocimiento y trato que con los vecinos de Toledo tenía. Al fin se cumplió mi deseo porque, un día que habíamos comido razonablemente y estaba algo contento, me dijo que era de Castilla la Vieja y que había dejado su tierra por no quitarse el sombrero ante un caballero que era su vecino. - Señor, -dije yo- si él era un caballero y tenía más que vos, ¿por qué no os quitabais vos el sombrero primero, porque decís que él también se lo quitaba? - Sí, era un caballero y también se quitaba el sombrero, pero de todas las veces que le saludaba ninguna se me adelantaba en el saludo. Yo siempre saludaba primero. - Me parece, señor, -le dije yo- que eso no tiene importancia, sobre todo con gente de más categoría y que tienen más. - Eres un muchacho -me respondió- y no entiendes las cosas de la honra que es donde está todo el patrimonio de los hombres de bien. Has de saber que un hidalgo sólo se debe a Dios y al rey. Y yo no soy tan pobre porque tengo en mi pueblo un solar de casas que si estuviera en el centro de Valladolid valdría más de doscientos mil maravedís(59). Y tengo un palomar que, si no estuviera derribado(60), daría cada año más de doscientos palomos. Y tengo otras cosas que me callo, que dejé todo por mi honra y vine a esta ciudad pensando que hallaría una buena posición, pero no ha sucedido como pensé. De esta manera se lamentaba de su mala fortuna mi amo, contándome quién era y de dónde venía.

(59) Es decir que si las casas las tuviera en Valladolid sería rico. (60) Los palomares eran un buen negocio en aquella época pero el del escudero está derribado.

Cuando estábamos hablando, entraron por la puerta un hombre y una vieja. El hombre pidió a mi amo que le pagara el alquiler de la casa y la vieja el de la cama. Hicieron cuentas y creo que sumaron doce o trece reales. Mi amo les dio muy buena respuesta: que saldría a la plaza a cambiar una pieza de a dos(61) y que volviesen por la tarde. Pero su salida fue sin vuelta. Por la tarde, ellos volvieron. Yo les dije que mi amo aún no había vuelto. Llegó la noche y mi amo no apareció. Tuve miedo de quedarme en casa solo y me fui a casa de las vecinas. Les conté lo que había ocurrido y allí dormí. Por la mañana volvieron los acreedores y llamaron a casa de mis vecinas. Las mujeres les dijeron: - Aquí está su mozo y la llave de la puerta. Ellos preguntaron por mi amo y les dije que no sabía dónde estaba y que no había vuelto a casa desde que salió a cambiar el dinero y que yo pensaba que se había ido con el cambio. Llamaron al alguacil y al escribano. Miraron por toda la casa y como no encontraron nada me preguntaron: - ¿Dónde están los bienes de tu amo, sus muebles, sus tapices y sus adornos? - No sé -respondí yo. - Sin duda -dijeron ellos- esta noche se lo debe haber llevado. Señor alguacil, llevad a este mozo a la cárcel que él sabe dónde está su amo. El alguacil me sujetó por el jubón, diciendo: - Muchacho, te meteré en la cárcel si no entregas los bienes de tu amo. Yo tuve mucho miedo y, llorando, prometí decirles lo que me preguntaban. - Bien está -dijeron ellos-. Di todo lo que sepas y no tengas miedo. Se sentó el escribano en el poyo para escribir. Me preguntó por los bienes de mi amo. - Señores, -dije yo- lo que mi amo tiene, según él me dijo, es un buen solar de casas y un palomar derribado. - Está bien -dijeron ellos- por poco que eso valga, bastará para pagar la deuda. ¿Y en qué parte de Toledo tiene eso? -me preguntaron. - En su tierra -les respondí. - ¿Y cuál es su tierra? -dijeron ellos. - De Castilla la Vieja me dijo que era -les dije. Se rieron mucho el alguacil y el escribano, diciendo: - Con esos datos no creemos que podáis cobrar vuestra deuda. Las vecinas, que estaban presentes, dijeron: - Señores, éste niño es inocente y hace pocos días que está con este escudero y sabe de él lo mismo que Vuestras Mercedes. Nosotras le dábamos de comer y por la noche se iba a dormir con él. Decidieron que yo era inocente y me soltaron. El alguacil y el escribano dijeron al hombre y a la mujer que tenían que pagar los gastos de su intervención. Discutieron porque ellos decían que no estaban obligados a pagar ya que no habían resuelto nada. Finalmente, el alguacil le quitó la manta a la vieja y se marcharon todos dando grandes voces. Así, como he contado, me dejó mi pobre tercer amo.

TRATADO CUARTO

Tuve que buscar mi cuarto amo. Fue un fraile de la Orden de la Merced(62) al que mis vecinas me recomendaron. Ellas le llamaban pariente. Casi nunca rezaba en el convento. Lo que le gustaba era estar todo el día en la calle. Tanto es así que pienso que rompía él más zapatos que todo el convento. Éste fraile me dio los primeros zapatos que rompí en mi vida; pero no me duraron ni ocho días. Y por esto, y por otras cosas que no digo, lo dejé.

(62) Real y Militar Orden de la Merced, fundada por San Pedro Nolasco e instituida por Jaime el Conquistador

ACTIVIDADES.

1)      Leer comprensivamente.

2)      Comenzar a armar el recorrido que hace Lázaro.

3)      Sintetizar los tratados.

Les propongo armar un debate en el grupo de whatsapp. Me gustaría que propongan algún tema y que todos podamos opinar.






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